Consumo y ecología: el concepto de límites planetarios, acuñado por el Instituto de Resiliencia de Estocolmo, describe los límites biofísicos del planeta en términos que son útiles para la política pública e inteligibles para la opinión pública.
George Gray Molina
El 99% de las conferencias internacionales adormecen el cerebro. Acabo de regresar de ese 1% que despierta y motiva. La conferencia de seguimiento a Rio+20 y la futura agenda de desarrollo post 2015 evitó lo “diplomáticamente correcto” en la ciudad de Bogotá –y planteó que el problema central de América Latina y el Caribe no son los indicadores, ni el fin de los ODMs, ni siquiera el bajón de la Asistencia Oficial para el Desarrollo, sino el patrón de consumo y producción, insostenibles para ésta y futuras generaciones. El documento de discusión, producido por el sistema de Naciones Unidas, llama a un cambio estructural si la región quiere reducir pobreza, la desigualdad y vivir para contarla el año 2100.
Para una década en la que el vertiginoso aumento del consumo fue parte de la solución –67 millones de latinoamericanos salieron de la pobreza a partir de un alto ritmo de crecimiento liderado por precios de materias primas—la idea de que el consumo sea a la vez parte del problema es, por decirlo de alguna manera, “controversial”. Y, sin embargo, tiene mucho de sentido común.
El planeta no da para tener tres refrigeradores por persona, ni gastar 1.200 litros de agua por un kilo de duraznos. El concepto de límites planetarios, acuñado por el Instituto de Resiliencia de Estocolmo, describe los límites biofísicos del planeta en términos que son útiles para la política pública e inteligibles para la opinión pública. Entre dióxido de carbono, acidificación de los océanos, uso de tierra y otras seis dimensiones se juega el límite de lo posible. Si todos los habitantes del mundo tuvieran el patrón de consumo de EEUU, necesitaríamos 7 planetas. Si todos los europeos se proclamaran vegetarianos, la contaminación de nitrógeno caería en un 70%.
La pregunta clave es cómo traducir esta preocupación global de largo plazo a un programa de desarrollo de carne y hueso. La agenda estratégica del cambio de patrón de consumo y producción emergió con fuerza en la Conferencia de Rio+20, pero corre el peligro de disiparse si no encuentra un ancla en la política pública y la opinión pública masiva. El elefante que se pasea por la tienda de cristalería es por supuesto el precio de las emisiones de carbono. No hablamos acá del mercado de bonos de carbono, ni los mecanismos de mercado para la reducción de la deforestación, sino del precio por tonelada, que es simplemente la métrica que hace posible valorizar la contaminación de los ríos y transformar el contenido energético del crecimiento económico.
Hoy por hoy, las emisiones de carbono no tienen un precio global. Una manera de fijarla es aplicar un impuesto al carbono. De hecho, muchos países ya la aplican. En nuestra región, Costa Rica aplica un impuesto al carbono equivalente al 3.5% que financia en parte el mantenimiento de sus parques naturales. Un estudio del Banco Mundial calcula que un impuesto al carbono de 22 centavos que estabilice el precio del carbono en 25 dólares por tonelada de emisiones, recaudaría 1 trillón de dólares en los EEUU.
Pongamos esto en contexto. El mundo en desarrollo hoy asigna 523 billones de dólares en subvencionar el consumo de hidrocarburos. Aparte del efecto desigualador –ya que el efecto neto es regresivo— los subsidios al consumo alientan una espiral de mayor dependencia sobre los hidrocarburos. Con precios altos de petróleo, no existen incentivos para generar tecnologías alternativas de energía. Para países productores, la clave está en traducir la bonanza actual en un proceso de diversificación económica gradual. No será sostenible continuar con los subsidios ni basar el desarrollo futuro en una base material tan endeble.
Solo con precios relativos distintos –donde se reducen las emisiones de carbono de manera absoluta—se podrá alinear el patrón de desarrollo con los límites planetarios biofísicos. Todo esto suena a ciencia ficción, pero llegará el día en que aspiremos a un menor ritmo de consumo –más parecido al de nuestros abuelos. Miraremos este periodo como un punto de inflexión para la humanidad.
Una participante de la conferencia de Bogotá mencionaba que la transformación del consumismo latinoamericano no es una quimera –la herencia de los pueblos puede ser aún la base para un nuevo patrón mas equilibrado de vida. La clave está en analizar lo que ganamos y perdemos con transparencia. Es poco probable que podamos “tenerlo todo”. El cambio estructural proclamado en el documento de Bogotá, propone, hoy por hoy, un giro verde para el patrón de consumo y producción latinoamericano. Bienvenido.
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